El rancho de la tia Juana
Primera constatación sobre Tijuana: los hombres miran como en DF. Pensaba que por la cercanía con EEUU y porque aquí la gente es más alta y más blanca, no me pasaría como allá, pero me sigue pasando. Es exactamente lo mismo. Igual que me desagradaba allá, me desagrada aquí. Por lo demás, Baja California me encanta.
Tijuana está a más de 3,000 km de la capital, tres horas y media de vuelo. Llegué hace una semana. Mi primera visión fue la frontera. Una valla metálica de este lado, decorada con graffittis (o como quiera que se escriba) y cruces con nombres, que recuerdan el drama que aquí se vive a diario de la gente que desesperada quiere pasarse al otro lado en busca de un sueño que quién sabe si exista pero que nunca llega. Como en mi tierra pero sin pateras. Del otro lado, la frontera tiene alambradas, probablemente electrificadas, focos que alumbran las noches y la border patrol a cada 100 metros de recorrido. Salvo eso, el paisaje es el mismo.
En Tijuana hay gente de todas partes del país, como ocurre en la capital. Mucha gente viene buscando brincarse del otro lado y finalmente se instala en este y se termina volviendo tijuano. Así que, a diferencia de otras ciudades de la zona, sin tanta población mestiza, aquí los morenitos abundan. Aunque, como en todo el norte, la gente es más alta. En Mexicali y Ensenada, otras dos grandes ciudades del estado, dicen que los tijuanos son como los capitalinos, y no les gustan. La ciudad crece todo el tiempo, dicen que cada año llegan alrededor de 7,000 personas y esto genera un fuerte impacto económico, porque a diferencia de otros tipos de migración, aquí la gente lega con su familia y necesita servicios (hospitales, parques, escuelas) y más espacio en las casas.
Hay mucho tráfico, y muchas farmacias. Muchos mexicanos y de otras naciones latinas vienen buscando la atención médica a pesar de vivir en EEUU, porque aquí les hablan en su idioma, no sólo real, también figurado. Así que abundan los centros médicos y los dispendios de medicina.
En la mañana, mientras esperaba que me fueran a buscar, conocí varias familias mexico-gringas. Los niños hablaban inglés entre ellos, a los papás les hablaban en español. Visten como gringos, con camisetas y pantalones tres tallas más de la suya, de béisbol o baloncesto, las mujeres con colores chillones. Tengo la sensación de estar en el cerro del Águila o los Pajaritos y pienso en la contaminación cultural que vivimos que hace que sientas más afinidad por clase que por vinculación sanguínea.
Tijuana se llama así en honor al rancho de la tía Juana, cuya historia no me contaron bien, pero que al parecer alguna vez estuvo ubicado aquí. No tengo muy claro cuándo se fundó, pero sí que la fama que ganó con los años y que le sigue hasta hoy es del siglo que terminó hace pocos años. En los 20s, con la ley seca promulgada en casa del vecino, Tijuana se convirtió en el prostíbulo, o por usar una expresión más políticamente correcta, en el patio de atrás, del norte. Todavía hoy los gringos vienen a hacer aquí todo lo que no pueden hacer en su país, como beber antes de los 21 años (aquí la edad legal para beber son los 18, igual que en España). Aquí no matan mujeres en la manera que lo hacen en otra ciudad fronteriza, Ciudad Juárez, pero tienen una de las organizaciones de tráfico de droga más importantes del país, el Cártel de Tijuana, cuyos miembros, la familia Arellano Félix, son originarios de Sinaloa, como la mayor parte de los narcos del país. Precisamente en estos días han detenido los gringos en la costa de San Diego a uno de ellos.
Y yo me pregunto. Si el problema de consumo lo tienen del otro lado, hasta el punto de ser un problema de salud pública (es difícil imaginar una semana sin distribución de cocaína en EEUU, habría que ver cómo el gobierno gestionaría a todos esos adictos con síndrome de abstinencia), ¿no deberían legalizar su venta y distribución en México y lograr que los narcos paguen impuestos, contribuyan al crecimiento de una economía tan jodida como la mexicana, y se sometan a la ley como todo hijo de vecino?
Todo el mundo me dice que tenga cuidado en esta ciudad, pero más allá de las precauciones que casi se convierten en reflejas después de un tiempo, viviendo en una de las urbes más pobladas del mundo, el concepto inseguridad se vuelve muy relativo.
De momento, a mí la ciudad me trata bien. A ver mañana cómo me tratan del otro lado.
Tijuana está a más de 3,000 km de la capital, tres horas y media de vuelo. Llegué hace una semana. Mi primera visión fue la frontera. Una valla metálica de este lado, decorada con graffittis (o como quiera que se escriba) y cruces con nombres, que recuerdan el drama que aquí se vive a diario de la gente que desesperada quiere pasarse al otro lado en busca de un sueño que quién sabe si exista pero que nunca llega. Como en mi tierra pero sin pateras. Del otro lado, la frontera tiene alambradas, probablemente electrificadas, focos que alumbran las noches y la border patrol a cada 100 metros de recorrido. Salvo eso, el paisaje es el mismo.
En Tijuana hay gente de todas partes del país, como ocurre en la capital. Mucha gente viene buscando brincarse del otro lado y finalmente se instala en este y se termina volviendo tijuano. Así que, a diferencia de otras ciudades de la zona, sin tanta población mestiza, aquí los morenitos abundan. Aunque, como en todo el norte, la gente es más alta. En Mexicali y Ensenada, otras dos grandes ciudades del estado, dicen que los tijuanos son como los capitalinos, y no les gustan. La ciudad crece todo el tiempo, dicen que cada año llegan alrededor de 7,000 personas y esto genera un fuerte impacto económico, porque a diferencia de otros tipos de migración, aquí la gente lega con su familia y necesita servicios (hospitales, parques, escuelas) y más espacio en las casas.
Hay mucho tráfico, y muchas farmacias. Muchos mexicanos y de otras naciones latinas vienen buscando la atención médica a pesar de vivir en EEUU, porque aquí les hablan en su idioma, no sólo real, también figurado. Así que abundan los centros médicos y los dispendios de medicina.
En la mañana, mientras esperaba que me fueran a buscar, conocí varias familias mexico-gringas. Los niños hablaban inglés entre ellos, a los papás les hablaban en español. Visten como gringos, con camisetas y pantalones tres tallas más de la suya, de béisbol o baloncesto, las mujeres con colores chillones. Tengo la sensación de estar en el cerro del Águila o los Pajaritos y pienso en la contaminación cultural que vivimos que hace que sientas más afinidad por clase que por vinculación sanguínea.
Tijuana se llama así en honor al rancho de la tía Juana, cuya historia no me contaron bien, pero que al parecer alguna vez estuvo ubicado aquí. No tengo muy claro cuándo se fundó, pero sí que la fama que ganó con los años y que le sigue hasta hoy es del siglo que terminó hace pocos años. En los 20s, con la ley seca promulgada en casa del vecino, Tijuana se convirtió en el prostíbulo, o por usar una expresión más políticamente correcta, en el patio de atrás, del norte. Todavía hoy los gringos vienen a hacer aquí todo lo que no pueden hacer en su país, como beber antes de los 21 años (aquí la edad legal para beber son los 18, igual que en España). Aquí no matan mujeres en la manera que lo hacen en otra ciudad fronteriza, Ciudad Juárez, pero tienen una de las organizaciones de tráfico de droga más importantes del país, el Cártel de Tijuana, cuyos miembros, la familia Arellano Félix, son originarios de Sinaloa, como la mayor parte de los narcos del país. Precisamente en estos días han detenido los gringos en la costa de San Diego a uno de ellos.
Y yo me pregunto. Si el problema de consumo lo tienen del otro lado, hasta el punto de ser un problema de salud pública (es difícil imaginar una semana sin distribución de cocaína en EEUU, habría que ver cómo el gobierno gestionaría a todos esos adictos con síndrome de abstinencia), ¿no deberían legalizar su venta y distribución en México y lograr que los narcos paguen impuestos, contribuyan al crecimiento de una economía tan jodida como la mexicana, y se sometan a la ley como todo hijo de vecino?
Todo el mundo me dice que tenga cuidado en esta ciudad, pero más allá de las precauciones que casi se convierten en reflejas después de un tiempo, viviendo en una de las urbes más pobladas del mundo, el concepto inseguridad se vuelve muy relativo.
De momento, a mí la ciudad me trata bien. A ver mañana cómo me tratan del otro lado.
1 Lo que otros dijeron:
¡¡ostras!!, que empanada mental, tia ¿Juana?
Por
Anónimo, el 04:33
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