Exiliados
Es una palabra que oigo desde niña. Los que se fueron por la guerra, los que se fueron a buscar un mejor trabajo… Yo también me siento exiliada. De muchas cosas. No me voy a detener a describirlas ahora, porque no es de eso de lo que quería escribir hoy. Tan sólo igual que cuando estoy en mi ciudad también me siento exiliada, de otros lugares, de mí misma, de otras personas. Cuando vives fuera de tu lugar de origen de pronto sientes unos ataques de nostalgia que hacen que algo tan estúpido como un partido de fútbol se convierta en algo de vital importancia, incluso si no te gusta el maldito deporte.
México está lleno de argentinos. No es una afirmación gratuita. Es la segunda minoría en México, después de los españoles. Y no es moco de pavo, teniendo en cuenta que los españoles primero fuimos colonizadores y luego, cuando consiguieron echarnos, hubo una guerra fraticida en España que expulsó a medio país y muchos vinieron a refugiarse aquí y construyeron una vida.
En Argentina ya sabemos lo que pasó. Pues todos los que no se quedaron y no reclamaron nacionalidad española o italiana están en México. Y eso a los mexicanos no les gusta demasiado. Les parecen arrogantes (muchas veces lo son) y chovinistas (eso siempre). Pero también les parecen guapos y guapas, así que la relación, como siempre, es de sí pero no. Los argentinos de su lado, como ocurre con la mayor parte de los exilios, se mueven en bola. Siempre que conoces a un argentino en este país sueles conocer a 200 más, que forman parte de su entorno. Y por lo que yo conozco, en ocasiones ni siquiera se caen excesivamente bien entre ellos, pero son compatriotas, y hay que apoyarse en los tiempos difíciles y vivir juntos la nostalgia con un asado y un mate.
En la Condesa, el barrio en el que suelo hacer mi vida, la concentración de argentinos por metro cuadrado es apabullante. Y entre otras cosas, porque el número de restaurantes argentinos es considerable. Hoy era un día crucial para ambas comunidades. Octavos de final de la copa del mundo de fútbol, partido eliminatorio que enfrentaba a los dos países, dos países que si vivieran la vida pública con la intensidad que viven el fútbol serían un modelo para el resto del mundo. Cuestión de vida o muerte. Toda la emoción y a la hora de comer (otra de las cosas que tanto argentinos como mexicanos adoran, la comida y bueno, igual peco de chovinista yo ahora, pero me atrevería a decir que en buena parte gracias a nuestra herencia). Yo quería vivir ese momento, pero no del lado mexicano, sino del lado de los exiliados.
Primero la búsqueda con buena parte de la red argentina que frecuento diariamente. ¿Dónde se van a reunir los argentos para ver el partido? Pues obvio, en su territorio, me indicaron todos los restaurantes argentinos de la zona. Pero además, la casa del embajador, en su jardín, una pequeña reunión para evitar susceptibilidades con los locales. Nosotros nos decidimos por el barrio. El partido era a las dos. A la una y media de la tarde, igual que en cada una de las ocasiones que ha jugado México, las calles estaban desiertas, y la venta de banderas nacionales en cada esquina reflejaba aún más la importancia del evento. De cada casa y cada restaurante salía el sonido de la televisión, preparando al personal. Primer intento, el 8, parque de México, cuyo dueño es argentino. Todos los camareros con camisetas de México y la cara pintada. Los comensales gritaban México México para mi sorpresa. No mucha presencia blanquiceleste. Imposible encontrar lugar, todo estaba reservado y hay consumo mínimo. Continuamos el camino. Siguiente parada, el 10 (llamado así en honor a Maradona). Aquí sí se sentía mayor presencia sureña, pero tampoco hubo suerte. Todo copado. Dos intentos más y nos decidimos por un restaurante argentino cualquiera, caro, familiar, y con algo de espacio todavía.
Las aficiones se repartían por igual, pero estaban aglutinadas por zonas en el restaurante, que sin ser muy grande, tenía las pantallas de televisión perfectamente colocadas para que, te sentaras donde te sentaras, pudieses ver el juego. De nuevo, camareros con camisetas mexicanas. Los camareros mexicanos, el dueño, argentino. Parejas de novios mexicanos, una pareja mixta, un grupo de amigos mexicano, una familia completa (desde el abuelo al nieto de pocos meses) argentina, dos amigas argentinas cuarentonas, dos amigos argentinos bien guapos y las dos tetonas que llegan a animar al lugar y con las que todos los mozos del lugar, babeantes, querían fotografiarse. “¡Así si me dan ganas de animar a Argentina!” oigo que un camarero, mexicano, le comenta a otro por lo bajini.
Yo me siento con mi amigo francés y de alguna forma, ensayamos lo que para nosotros va a ser el martes cuando nuestros respectivos equipos se enfrenten también en un todo por el todo.
Comienza el juego. México sorprende, comienza fuerte. Los mexicanos del restaurante animan a su selección, incluso parece que no hubiera ningún argentino viendo el partido. Incluso le bromean al dueño del restaurante, si gana Argentina no pago la cuenta. Pero cuando Argentina mete su primer gol, para los presentes igual parece que fuese justamente el que les hace campeones del mundo. Gritos, saltos, una celebración que yo no logro entender. Los asistentes sufren. Incluso los camareros, que pobres miran de reojo las pantallas mientras sirven lo que les encargan los sufridos aficionados. Llegan varios fotógrafos de prensa que retratan los momentos de los aficionados. La gente no parece estar disfrutando, más bien parece que sufren. Me siento como Obélix que nunca logra entender a los romanos.
El partido termina con el triunfo argentino. Un camarero mexicano está al borde de las lágrimas, los argentinos celebran, los mexicanos piden la cuenta y salen del restaurante. Nosotros, en breve, también nos marchamos. La ciudad vuelve a su normalidad. Pero en la noche, de nuevo salgo al encuentro con amigos y los bares están llenos de argentinos que celebran desde la tarde. Todos borrachos. Incluso llego a una casa donde todos son argentinos y ya casi ni se aguantan de pie de la borrachera. Hoy no se escucha música de otro tipo que no sea argentina y lanzan consignas contra los alemanes, el siguiente rival. Por un día, los argentinos son los dueños de México.
México está lleno de argentinos. No es una afirmación gratuita. Es la segunda minoría en México, después de los españoles. Y no es moco de pavo, teniendo en cuenta que los españoles primero fuimos colonizadores y luego, cuando consiguieron echarnos, hubo una guerra fraticida en España que expulsó a medio país y muchos vinieron a refugiarse aquí y construyeron una vida.
En Argentina ya sabemos lo que pasó. Pues todos los que no se quedaron y no reclamaron nacionalidad española o italiana están en México. Y eso a los mexicanos no les gusta demasiado. Les parecen arrogantes (muchas veces lo son) y chovinistas (eso siempre). Pero también les parecen guapos y guapas, así que la relación, como siempre, es de sí pero no. Los argentinos de su lado, como ocurre con la mayor parte de los exilios, se mueven en bola. Siempre que conoces a un argentino en este país sueles conocer a 200 más, que forman parte de su entorno. Y por lo que yo conozco, en ocasiones ni siquiera se caen excesivamente bien entre ellos, pero son compatriotas, y hay que apoyarse en los tiempos difíciles y vivir juntos la nostalgia con un asado y un mate.
En la Condesa, el barrio en el que suelo hacer mi vida, la concentración de argentinos por metro cuadrado es apabullante. Y entre otras cosas, porque el número de restaurantes argentinos es considerable. Hoy era un día crucial para ambas comunidades. Octavos de final de la copa del mundo de fútbol, partido eliminatorio que enfrentaba a los dos países, dos países que si vivieran la vida pública con la intensidad que viven el fútbol serían un modelo para el resto del mundo. Cuestión de vida o muerte. Toda la emoción y a la hora de comer (otra de las cosas que tanto argentinos como mexicanos adoran, la comida y bueno, igual peco de chovinista yo ahora, pero me atrevería a decir que en buena parte gracias a nuestra herencia). Yo quería vivir ese momento, pero no del lado mexicano, sino del lado de los exiliados.
Primero la búsqueda con buena parte de la red argentina que frecuento diariamente. ¿Dónde se van a reunir los argentos para ver el partido? Pues obvio, en su territorio, me indicaron todos los restaurantes argentinos de la zona. Pero además, la casa del embajador, en su jardín, una pequeña reunión para evitar susceptibilidades con los locales. Nosotros nos decidimos por el barrio. El partido era a las dos. A la una y media de la tarde, igual que en cada una de las ocasiones que ha jugado México, las calles estaban desiertas, y la venta de banderas nacionales en cada esquina reflejaba aún más la importancia del evento. De cada casa y cada restaurante salía el sonido de la televisión, preparando al personal. Primer intento, el 8, parque de México, cuyo dueño es argentino. Todos los camareros con camisetas de México y la cara pintada. Los comensales gritaban México México para mi sorpresa. No mucha presencia blanquiceleste. Imposible encontrar lugar, todo estaba reservado y hay consumo mínimo. Continuamos el camino. Siguiente parada, el 10 (llamado así en honor a Maradona). Aquí sí se sentía mayor presencia sureña, pero tampoco hubo suerte. Todo copado. Dos intentos más y nos decidimos por un restaurante argentino cualquiera, caro, familiar, y con algo de espacio todavía.
Las aficiones se repartían por igual, pero estaban aglutinadas por zonas en el restaurante, que sin ser muy grande, tenía las pantallas de televisión perfectamente colocadas para que, te sentaras donde te sentaras, pudieses ver el juego. De nuevo, camareros con camisetas mexicanas. Los camareros mexicanos, el dueño, argentino. Parejas de novios mexicanos, una pareja mixta, un grupo de amigos mexicano, una familia completa (desde el abuelo al nieto de pocos meses) argentina, dos amigas argentinas cuarentonas, dos amigos argentinos bien guapos y las dos tetonas que llegan a animar al lugar y con las que todos los mozos del lugar, babeantes, querían fotografiarse. “¡Así si me dan ganas de animar a Argentina!” oigo que un camarero, mexicano, le comenta a otro por lo bajini.
Yo me siento con mi amigo francés y de alguna forma, ensayamos lo que para nosotros va a ser el martes cuando nuestros respectivos equipos se enfrenten también en un todo por el todo.
Comienza el juego. México sorprende, comienza fuerte. Los mexicanos del restaurante animan a su selección, incluso parece que no hubiera ningún argentino viendo el partido. Incluso le bromean al dueño del restaurante, si gana Argentina no pago la cuenta. Pero cuando Argentina mete su primer gol, para los presentes igual parece que fuese justamente el que les hace campeones del mundo. Gritos, saltos, una celebración que yo no logro entender. Los asistentes sufren. Incluso los camareros, que pobres miran de reojo las pantallas mientras sirven lo que les encargan los sufridos aficionados. Llegan varios fotógrafos de prensa que retratan los momentos de los aficionados. La gente no parece estar disfrutando, más bien parece que sufren. Me siento como Obélix que nunca logra entender a los romanos.
El partido termina con el triunfo argentino. Un camarero mexicano está al borde de las lágrimas, los argentinos celebran, los mexicanos piden la cuenta y salen del restaurante. Nosotros, en breve, también nos marchamos. La ciudad vuelve a su normalidad. Pero en la noche, de nuevo salgo al encuentro con amigos y los bares están llenos de argentinos que celebran desde la tarde. Todos borrachos. Incluso llego a una casa donde todos son argentinos y ya casi ni se aguantan de pie de la borrachera. Hoy no se escucha música de otro tipo que no sea argentina y lanzan consignas contra los alemanes, el siguiente rival. Por un día, los argentinos son los dueños de México.

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