De Frontera a Frontera
Dos semanas. Una a Chiapas, la otra a Baja California, de vuelta. La primera por gusto, la segunda un gusto. Todavía en Mexicali no quiero olvidar Chiapas.
San Cristóbal es un cuento. El centro es el túnel del tiempo, la postal perfecta de México que en cualquier parte del mundo se espera recibir. Las tiendas son bonitas, hasta las taquerías, cuidadas, los hoteles son cálidos y acogedores. Y sobre todo, baratos. Los europeos que buscan la utopía perdida se comportan como en casa. La mayoría viaja solo o en pareja, así que buscan el encuentro con el otro, europeo también o de donde sea, pero eso sí, que tenga pinta de estar buscando también la utopía de izquierdas que se perdió en la sierra chiapaneca. La Realidad, centro del zapatismo ahora un poco pasado de moda (y en buena parte, por culpa de las últimas estupideces del lunático del pasamontañas), parece en San Cristóbal a la vuelta de la esquina, y a la vez, a años luz. Pero la gente convive, busca la convivencia, busca encontrarse en el otro. La mayoría llega desde Cancún y lleva semanas viajando. Muchos acaban su recorrido por México aquí, muchos otros, como el murciano que encontramos en el bus, subirán al DFectuoso. En San Cristóbal, hay muchos bares con música en vivo, al estilo que gustan los europeos alternativos. El revolución, con ska, reggae y rastas, como si de uniforme se tratara. Los bares con música norteña y cumbia, del gusto de los locales, no están en el centro, pero también son San Cristóbal. Mucho frío y mucha lluvia. Buen ambiente. Pero sobre todo una sensación muy fuerte de que hay dos San Cristóbal, el real, lleno de farmacias del doctor Simi, Elektra y el mercado con sus puestos de tacos, que realmente los mochileros europeos no tienen interés en conocer (ellos vienen acá buscando indígenas con pasamontañas organizados comunitariamente, no habitantes de la ciudad que consumen a su manera y a los que les gustaría vivir en EEUU) y el que vivimos los europeos que llegamos ahí, con pastas y otras delicias europeas para comer, sin tanto chile, pero con el toque mexicano requerido.
Llegamos el 2 de octubre, triste aniversario. Se conmemora la matanza de Tlatelolco, la plaza de las tres culturas. En 1968, a penas una semana antes de la inauguración de los juegos olímpicos que iban a proyectar una imagen de un México moderno, capaz, de primer nivel al mundo, a un grupo de estudiantes contagiados de la oleada de izquierdismo estudiantil que vivía el mundo por aquella época de amor y paz, se le ocurrió manifestarse en la capital, llegando a esa fatídica plaza, que históricamente nunca dejó de vivir desgracias. Así que la solución fue simple, matarlos a todos. El imperial PRI no podía arriesgar. Cerrar la plaza, colocar estratégicamente francotiradores, y disparar a matar. Y oficialmente, borrar los hechos de la historia. No se hizo un registro, no se dio la noticia en los informativos ni en los diarios, la matanza nunca tuvo lugar. Y después de la matanza, las desapariciones, esas que tanto gustaban al sur del continente, también ocurrieron en México y a día de hoy todavía no se investigan. En San Cristóbal, quién sabe si por ser sede mundial (aunque debilitada, pero finalmente el que tuvo, retuvo) de las causas perdidas o un poco al hilo de lo que está ocurriendo en Oaxaca, un grupo de manifestantes, chiquito, en su mayoría con pinta de ser estudiantes de instituto, llegó a la plaza principal, leyó su manifiesto en contra del poder y a favor de los oprimidos, y se marchó. Y el 3 de octubre, de nuevo, nadie se acordaba de lo que ocurrió a tantos km y hace tanto tiempo.
De San Cristóbal fuimos a San Juan Chamula. Es un pequeño pueblito cercano a la ciudad, de población indígena tzotzil, según tengo entendido. Hace más frío que en San Cristóbal porque está a más altura, San Cristóbal está encerrada entre montañas y San Juan, digamos, en la montaña. A la entrada del pueblo un gran letrero te avisa de que no puedes tomar fotos, especialmente en la iglesia del pueblo. Y realmente, cuando entras, lo último que te apetece es tomar fotos. La sensación de invasión es fuerte. La iglesia, como todas las iglesias de pueblo, es el espacio público más importante. La plaza que está a sus pies tardó muchos años en construirse, según me cuenta una amiga. Los vecinos, fuertemente empeñados en que ahí hubiera una plaza, no permitían que el espacio se ocupase de ninguna otra manera. Hasta que se salieron con la suya y tuvieron su plaza. Y ahora en la plaza hay un mercadillo que me recuerda a Marrakech porque toda la mercancía está en el suelo y los colores son vivos, igual que el espacio, aunque más ordenado. Las mujeres usan unas faldas negras de un tipo de pelo como de caballo ajustadas con un fajín de color rojo, que no había visto en mi vida, pero que me recuerdan a un abrigo que tengo. Los hombres llevan ese mismo tejido como poncho por encima de los hombros, a modo de abrigo. Pienso que el frío, en invierno, debe ser recio en este lugar si a principios de octubre ya usan esas pieles.
Una vez dentro de la iglesia el tiempo se detiene y parece que entras en otra dimensión. No puedo evitar sentirme una intrusa. En el altar mayor no hay una cruz o una virgen, hay un San Juan Bautista, patrón del pueblo. El cristo, tallado en el más tétrico de los barrocos, es chiquito y está a la derecha de San Juan. La nave principal de la iglesia tiene todo el pasillo lleno de capillitas de cristal que encierran los santos más populares, todos blancos de mejillas sonrosadas. La particularidad es que todos van vestidos a la manera local, con cintas de colores por encima. Un mayordomo se va deteniendo delante de los santos y va esparciendo incienso, perfumando todo el lugar. Del techo cuelgan telas de colores. El incienso y el humo de las velas que la gente prende crean una atmósfera extraña, como una especie de neblina londinense. El suelo está cubierto por hoja de pino fresca, mezclando los olores todavía más, salvo por unos espacios que abren los feligreses donde colocan sus velas. La gente llega y se sienta en el suelo. Normalmente son señoras con niños, que llegan en grupo, pero también hay familias completas y, aunque todos son pobres, alcanzo a distinguir los que son más pobres, relacionado, como siempre, con cuánto más oscura es su piel. Sacan sus velas, que son altas y delgadas, las plantan en eternas filas en el suelo (algo así como quince velas por fila) y las prenden. Después de eso, toman refresco o cerveza, rezan en su idioma, y mientras lo hacen pasan por encima de los niños, como frotándolos, huevos de gallina. Viendo todo este espectáculo para los ojos no puedo dejar de sentirme una ignorante mayúscula. La curiosidad por los símbolos me puede, la frustración por no comprender, también. Defectos de ser reportera, supongo.
Palenque es hermoso. Los edificios mayas me hacen sentir minúscula, me traen a la cabeza lo equivocados que estamos pensando que nuestra civilización es la que da sentido a la historia de la humanidad y que somos el centro del mundo. Seguramente los que vivieron en Palenque y construyeron esos edificios pensaban lo mismo de ellos mismos. Pero lo que me deja sin palabras en Palenque es el poder de la naturaleza. Los árboles que no terminan nunca y que no me dejan adivinar el cielo tras de ellos, que además levantan el suelo con sus imponentes raíces, y que son inabarcables en el abrazo. Pienso el tiempo que llevarán así, ahí, viendo pasar la vida alrededor. Y toda la vida que gracias a ellos no deja de generarse. Las hormigas, cargando sus trozos de hojas, con un tamaño tan enorme que siento que la que puede salir perjudicada por un pisotón soy yo… La misma sensación me gana en las cascadas, al día siguiente. Visitamos tres, Misol – Ha, Agua clara y Agua azul. Como es temporada de lluvias, el agua cae a todo lo que da, y lleva una fuerza que impone y que a mí me da vértigo nada más por mirarla caer. Es muy impresionante que en tan poco espacio físico, en unas horas por carretera, pueda darse esa diversidad tan enorme de vegetación y de climas. San Cristóbal es la montaña, Palenque es la selva, y todavía nos queda el mar, último destino de las hermanas aventurersa. Una playa de arena oscura, mar caliente, calor pegajoso, todos los bichos conocidos y por conocer y las montañas al fondo, que hacen que no deje de tener en la cabeza San Cristóbal. Nada en especial, pero al fin nada que hacer más que descansar y beber agua de coco, comer pescado fresco y mirar al horizonte…
San Cristóbal es un cuento. El centro es el túnel del tiempo, la postal perfecta de México que en cualquier parte del mundo se espera recibir. Las tiendas son bonitas, hasta las taquerías, cuidadas, los hoteles son cálidos y acogedores. Y sobre todo, baratos. Los europeos que buscan la utopía perdida se comportan como en casa. La mayoría viaja solo o en pareja, así que buscan el encuentro con el otro, europeo también o de donde sea, pero eso sí, que tenga pinta de estar buscando también la utopía de izquierdas que se perdió en la sierra chiapaneca. La Realidad, centro del zapatismo ahora un poco pasado de moda (y en buena parte, por culpa de las últimas estupideces del lunático del pasamontañas), parece en San Cristóbal a la vuelta de la esquina, y a la vez, a años luz. Pero la gente convive, busca la convivencia, busca encontrarse en el otro. La mayoría llega desde Cancún y lleva semanas viajando. Muchos acaban su recorrido por México aquí, muchos otros, como el murciano que encontramos en el bus, subirán al DFectuoso. En San Cristóbal, hay muchos bares con música en vivo, al estilo que gustan los europeos alternativos. El revolución, con ska, reggae y rastas, como si de uniforme se tratara. Los bares con música norteña y cumbia, del gusto de los locales, no están en el centro, pero también son San Cristóbal. Mucho frío y mucha lluvia. Buen ambiente. Pero sobre todo una sensación muy fuerte de que hay dos San Cristóbal, el real, lleno de farmacias del doctor Simi, Elektra y el mercado con sus puestos de tacos, que realmente los mochileros europeos no tienen interés en conocer (ellos vienen acá buscando indígenas con pasamontañas organizados comunitariamente, no habitantes de la ciudad que consumen a su manera y a los que les gustaría vivir en EEUU) y el que vivimos los europeos que llegamos ahí, con pastas y otras delicias europeas para comer, sin tanto chile, pero con el toque mexicano requerido.
Llegamos el 2 de octubre, triste aniversario. Se conmemora la matanza de Tlatelolco, la plaza de las tres culturas. En 1968, a penas una semana antes de la inauguración de los juegos olímpicos que iban a proyectar una imagen de un México moderno, capaz, de primer nivel al mundo, a un grupo de estudiantes contagiados de la oleada de izquierdismo estudiantil que vivía el mundo por aquella época de amor y paz, se le ocurrió manifestarse en la capital, llegando a esa fatídica plaza, que históricamente nunca dejó de vivir desgracias. Así que la solución fue simple, matarlos a todos. El imperial PRI no podía arriesgar. Cerrar la plaza, colocar estratégicamente francotiradores, y disparar a matar. Y oficialmente, borrar los hechos de la historia. No se hizo un registro, no se dio la noticia en los informativos ni en los diarios, la matanza nunca tuvo lugar. Y después de la matanza, las desapariciones, esas que tanto gustaban al sur del continente, también ocurrieron en México y a día de hoy todavía no se investigan. En San Cristóbal, quién sabe si por ser sede mundial (aunque debilitada, pero finalmente el que tuvo, retuvo) de las causas perdidas o un poco al hilo de lo que está ocurriendo en Oaxaca, un grupo de manifestantes, chiquito, en su mayoría con pinta de ser estudiantes de instituto, llegó a la plaza principal, leyó su manifiesto en contra del poder y a favor de los oprimidos, y se marchó. Y el 3 de octubre, de nuevo, nadie se acordaba de lo que ocurrió a tantos km y hace tanto tiempo.
De San Cristóbal fuimos a San Juan Chamula. Es un pequeño pueblito cercano a la ciudad, de población indígena tzotzil, según tengo entendido. Hace más frío que en San Cristóbal porque está a más altura, San Cristóbal está encerrada entre montañas y San Juan, digamos, en la montaña. A la entrada del pueblo un gran letrero te avisa de que no puedes tomar fotos, especialmente en la iglesia del pueblo. Y realmente, cuando entras, lo último que te apetece es tomar fotos. La sensación de invasión es fuerte. La iglesia, como todas las iglesias de pueblo, es el espacio público más importante. La plaza que está a sus pies tardó muchos años en construirse, según me cuenta una amiga. Los vecinos, fuertemente empeñados en que ahí hubiera una plaza, no permitían que el espacio se ocupase de ninguna otra manera. Hasta que se salieron con la suya y tuvieron su plaza. Y ahora en la plaza hay un mercadillo que me recuerda a Marrakech porque toda la mercancía está en el suelo y los colores son vivos, igual que el espacio, aunque más ordenado. Las mujeres usan unas faldas negras de un tipo de pelo como de caballo ajustadas con un fajín de color rojo, que no había visto en mi vida, pero que me recuerdan a un abrigo que tengo. Los hombres llevan ese mismo tejido como poncho por encima de los hombros, a modo de abrigo. Pienso que el frío, en invierno, debe ser recio en este lugar si a principios de octubre ya usan esas pieles.
Una vez dentro de la iglesia el tiempo se detiene y parece que entras en otra dimensión. No puedo evitar sentirme una intrusa. En el altar mayor no hay una cruz o una virgen, hay un San Juan Bautista, patrón del pueblo. El cristo, tallado en el más tétrico de los barrocos, es chiquito y está a la derecha de San Juan. La nave principal de la iglesia tiene todo el pasillo lleno de capillitas de cristal que encierran los santos más populares, todos blancos de mejillas sonrosadas. La particularidad es que todos van vestidos a la manera local, con cintas de colores por encima. Un mayordomo se va deteniendo delante de los santos y va esparciendo incienso, perfumando todo el lugar. Del techo cuelgan telas de colores. El incienso y el humo de las velas que la gente prende crean una atmósfera extraña, como una especie de neblina londinense. El suelo está cubierto por hoja de pino fresca, mezclando los olores todavía más, salvo por unos espacios que abren los feligreses donde colocan sus velas. La gente llega y se sienta en el suelo. Normalmente son señoras con niños, que llegan en grupo, pero también hay familias completas y, aunque todos son pobres, alcanzo a distinguir los que son más pobres, relacionado, como siempre, con cuánto más oscura es su piel. Sacan sus velas, que son altas y delgadas, las plantan en eternas filas en el suelo (algo así como quince velas por fila) y las prenden. Después de eso, toman refresco o cerveza, rezan en su idioma, y mientras lo hacen pasan por encima de los niños, como frotándolos, huevos de gallina. Viendo todo este espectáculo para los ojos no puedo dejar de sentirme una ignorante mayúscula. La curiosidad por los símbolos me puede, la frustración por no comprender, también. Defectos de ser reportera, supongo.
Palenque es hermoso. Los edificios mayas me hacen sentir minúscula, me traen a la cabeza lo equivocados que estamos pensando que nuestra civilización es la que da sentido a la historia de la humanidad y que somos el centro del mundo. Seguramente los que vivieron en Palenque y construyeron esos edificios pensaban lo mismo de ellos mismos. Pero lo que me deja sin palabras en Palenque es el poder de la naturaleza. Los árboles que no terminan nunca y que no me dejan adivinar el cielo tras de ellos, que además levantan el suelo con sus imponentes raíces, y que son inabarcables en el abrazo. Pienso el tiempo que llevarán así, ahí, viendo pasar la vida alrededor. Y toda la vida que gracias a ellos no deja de generarse. Las hormigas, cargando sus trozos de hojas, con un tamaño tan enorme que siento que la que puede salir perjudicada por un pisotón soy yo… La misma sensación me gana en las cascadas, al día siguiente. Visitamos tres, Misol – Ha, Agua clara y Agua azul. Como es temporada de lluvias, el agua cae a todo lo que da, y lleva una fuerza que impone y que a mí me da vértigo nada más por mirarla caer. Es muy impresionante que en tan poco espacio físico, en unas horas por carretera, pueda darse esa diversidad tan enorme de vegetación y de climas. San Cristóbal es la montaña, Palenque es la selva, y todavía nos queda el mar, último destino de las hermanas aventurersa. Una playa de arena oscura, mar caliente, calor pegajoso, todos los bichos conocidos y por conocer y las montañas al fondo, que hacen que no deje de tener en la cabeza San Cristóbal. Nada en especial, pero al fin nada que hacer más que descansar y beber agua de coco, comer pescado fresco y mirar al horizonte…