un parentesis español
Hace una semana murió mi gato. Vivió con mi familia ocho años. Cuando me vine a México lo dejé con mis papás, en casa, segura de que iba a estar bien. Le echaba de menos, y ahora le voy a echar de menos para siempre. Esto no tiene absolutamente nada que ver con México, pero sí con mi estancia aquí. Es difícil y rara la muerte de un ser querido en la distancia. Y no quería dejar de contar su historia para nunca olvidarlo. Se llamaba Eire.
Eire nació en Ubrique. Era un gato montuno, pero de gustos refinados. Le encantaban los boquerones, pero nunca crudos. La carne sí, pero sólo de la mejor calidad. Prefería la carnicería de Jerez a la de Sevilla. Tenía buen paladar.
Murió de cáncer. Muy joven, apenas cumplía los ocho años. Pero no sufrió. Al menos nos queda ese consuelo en la tristeza que nos deja su muerte. La casa se siente sola sin su cascabel, sin sus carreras por los pasillos, sin su lamento desgarrado que le abría las puertas de las habitaciones. Tenía una relación muy especial con cada uno de nosotros. Nos conocía y, a veces, casi parecía que se anticipaba a nuestro comportamiento. Adoraba a mamá, la que mejor le cuidaba, la que le daba los exquisitos manjares fuera de hora, la que le acompañaba en el sueño y en la casa. Jugaba y se medía con el Enano, su competidor natural en los cariños de Mamá, el otro macho de la casa. Nos acompañaba a Papá y a mí, cerca, pero cada uno en su lugar. Era uno más de la familia.
Eire llegó a casa un verano, en 1997. Todavía recuerdo cuando Papá entró en casa, en Jerez, con la caja de cartón donde le trajo. Nos advirtió de que era muy arisco, que le había dado un viaje horrible desde Ubrique, seguramente asustado por el cambio de lugar y el coche. Sólo hacía 40 días que había nacido. Luego comprobamos que Eire era así. Bueno, no era arisco, pero no le gustaban las demostraciones de cariño. Le gustaba ser querido en la distancia, estar a su aire, pero siempre cerca nuestra. Nunca estar solo. Cuando llegó cabía en la palma de la mano. Ya le esperábamos desde hacía semanas, así que yo había tenido tiempo ya de elegir su nombre. Nadie en casa me lo discutió, así que el gatito negro silvestre se llamó Eire. Para Loli, la vecina de Jerez, siempre se llamó Aire. Y luego cada uno le decía como le venía en gana: moreno, gato… Él sabía perfectamente cuando le estábamos hablando. Eso sí, su palabra favorita era “toma”.
La primera noche en casa lloró tanto en la cocina que yo decidí llevarlo a mi cuarto. Durmió en un cojín, en el suelo, pero muy pronto aprendió dónde estaba el confort: en las piernas de Mamá, de preferencia, encima de las mantas, en las mías o en las del que estuviera, cuando faltaba Mamá. Las noches frías de invierno buscaba el rebozo de las mantas para calentarse entre ellas o dormir dentro con nosotros. Era muy relajante verle dormir. A veces roncaba o tenía sueños que le hacían entreabrir los ojos o la boca. Era muy chistoso verle. Quién sabe cuáles eran sus pesadillas. Más que probablemente tenían que ver con el coche, porque lo odiaba. Cada vez que viajábamos era todo un ritual: los temblores, los lamentos, las persecuciones por todos los rincones de la casa para poder encontrarlo, los arañazos…
Cuando podíamos con él con una sola mano solía marearse en el coche. Aquello era fuente de discusión familiar todas y cada una de las veces. Eso y sus arañazos en los sillones. Era un gato travieso. Recién llegado a la casa, yo le daba de comer galletas empapadas en leche, y más tarde, trocitos de quesitos El Caserío o de tranchetes. Los quesitos siempre le encantaron. El ruido del papel lo ponía alerta, esperando su premio. Desde que no estoy con él, nunca sé qué hacer con la envoltura. A veces termino lamiéndola yo. Ya me parece un desperdicio tirarla con los restos de queso.
De pequeño ronroneba de gusto cuando Mamá le acariciaba. Sólo con Mamá, yo creo porque ella tenía las uñas largas. A todos en casa nos gusta que Mamá nos haga caricias. Le gustaba sentarse encima suya en el sofá. Siempre le gustó, sólo que con el tiempo dejó de gustarle la caricia y quería estar encima de Mamá, pero sin que le tocara nadie. Le encantaba la gente, pero siempre reclamaba su propio espacio. No sé si todos los gatos sean así, pero fue nuestro primer y único gato, así que todo su comportamiento nos sorprendía y nos parecía especial. Le cantaba a las moscas que se colaban en el salón, a veces se colgaba de las cortinas en la persecución, y casi siempre las cazaba. Era muy buen cazador. También le gustaban las cucarachas, las esperaba, las acechaba, las perseguía por toda la casa hasta que las atrapaba. Jugaba con ellas y le gustaba ofrecerlas como trofeo a Mamá. Pero nunca se las comía. Mamá siempre le gritó por eso. Pero la realidad es que nos mantenía la casa a salvo de esos bichos asquerosos.
Entendía perfectamente cuando le estábamos regañando y a veces contestaba. Quién sabe qué estaba queriendo decir, que no estaba de acuerdo, o que no era para tanto. Tenía razón. La mayoría de las veces no era para tanto. A final de cuentas era un gato, hacía las cosas normales que hacen los gatos, seguramente no entendía por qué nos molestaba tanto que abriera el refrigerador o que se afilase las uñas en el sofá. Para él era lo normal. Aunque no sé qué tan normal sea que un gato vea la televisión. Porque él la veía.
Cuando era chiquitín yo le llevaba en el bolso que Mamá me hizo con la manta tejida por la abuela Ángeles. Le gustaban mucho esas mantas a Eire, seguramente la lana le daba calor y olían a nosotros. También le gustaba dormirse la siesta encima de una pila de ropa limpia, supongo que el olor del suavizante también era muy agradable para él. Al principio usaba ese bolso para llevarle en el tren, iba de polizón, encima mía, y el tren no le ponía tan nervioso como el coche. Hasta que un buen día el revisor me descubrió y tuve que comenzar a pagar por él. Entonces se convirtió en un pasajero más. Por esa época ya pesaba un poco más y no era muy práctico llevarle en el bolso, así que cambiamos a la caja de plástico que tanto detestaba. La veía y salía corriendo.
Como todos los gatos, Eire era increíblemente curioso. Eso le hizo que se quemara una pata por andar paseando por la vitrocerámica (nunca más lo hizo, aprendió la lección) y se quemó los bigotes por arrimarse al horno. Se veía chistoso. Le atrajo el olor a pizza y al arrimarse, se quedó sin los bigotes de un lado. Parecía que siempre estaba de perfil con los bigotes sólo de un lado.
Y es que le encantaba la pizza. No podía evitarlo. Cada vez que la comíamos, él se nos unía en la mesa, esperando algún arranque de generosidad por nuestra parte. Nos golpeaba con sus patitas delanteras, sobre todo a Mamá, porque era la única que no le empujaba para que la dejara en paz, intentaba agarrar un pedazo silenciosamente si te despistabas, se ponía a tu lado husmeando para que la compartieras con él. Le encantaba comer y compartía los gustos con nosotros. Al Enano le robó una salchicha una vez de un bocadillo, en una cena. Miraba la tele despistado y Eire fue muy rápido. Después de que la hubiera mordisqueado, y el Enano se diera cuenta, ya no tuvo más remedio que regalársela. Después de todo, se la había ganado no sé qué tan limpiamente. Se metió con el más celoso de la comida en la familia, creo que fue la última vez que el Enano se despistó comiendo. Por si las moscas vigilaba que Eire no se acercara a su plato.
La relación con la calle era de amor – odio. En Sevilla le gustaba estar en las ventanas, mirando a los pájaros, que siempre volaban demasiado lejos como para dejarse atrapar. Y nos cuidaba de los gatos callejeros. Eso de vivir en un primero nos traía gatos muy cerca diariamente. Tuve dos sustos. Me dio miedo porque Eire nunca se había peleado con otros gatos, y tenía las uñas cortas. Mis padres me obligaron a cortarlas cansados de tener los sofás hechos trizas. Así que de cuando en cuando, sujeto por Papá para que se estuviera quieto porque no quería perder sus armas, le cortaba las uñas de manos y pies y resbalaba por los pasillos hasta que le volvían a crecer. La primera vez fue en mi cuarto. En el pretil de mi ventana, entre las rejas y la persiana. Cuando el otro gato saltó, Eire hizo amago de seguirle y yo grité presa del miedo. Le agarré por el rabo y así le detuve, a pesar de sus mordiscos. Desde ese día decidí dormir con la persiana completamente bajada, para evitar situaciones desagradables. Cuando El Enano heredó el cuarto, creo que optó por no dejar entrar a Eire en las noches.
El segundo susto fue en el baño. El gato callejero, negro como Eire, entró por la ventana y cayó a la bañera. Ahí lucharon los dos hasta que entré y gritando y moviendo los brazos como pude logré espantar al otro gato, y Eire que de nuevo quiso salir detrás de él. Se despertó toda la familia, y desde esa noche intentábamos tomar algunas precauciones antes de irnos a dormir. Era nuestro guardián, celoso de su territorio y de su gente. En los días siguió saliendo a las ventanas, no sé qué tanto por respirar aire puro y disfrutar de la vida de la calle o para proteger su hogar.
Uno de esos días, estando el Enano y yo solos en la casa, le perdimos de vista. Quién sabe cómo salió, debió caerse por una ventana. Nunca lo sabremos. El caso es que desapareció. Llegó la noche, nos fuimos a dormir y ninguno de los dos le extrañamos. Ambos pensamos que estaba con el otro. Pero en la mañana era raro que no saliera buscando comida, que no nos despertara. Era viernes. Y me tuvo todo el fin de semana buscándolo por las calles. Colgué carteles, visité a la veterinaria, le llamaba paseando por los alrededores. Lloré como nunca. Suspendí mis planes de viajar a Madrid a un festival con Emilia, lo que más me gustaba del mundo, la música. Necesitaba saber que Eire iba a regresar y que iba a estar bien. Y regresó. El lunes en la mañana. Mamá lo encontró escondido bajo el hueco de la escalera, tembloroso, sin voz de tanto gritar. Hambriento. Desde entonces tuvo pavor al ruido de las motos, de los carritos. Era mucho más cuidadoso cuando se asomaba a las ventanas. Quién sabe qué aventuras vivió en esos días que estuvo solo. Pero nunca más se fue. Nunca más se atrevió a conocer mundo, a buscar gatas por los tejados, a tener su propia vida fuera de casa. Se sentía a gusto en casa, se sentía a gusto con nosotros.
En Jerez era distinto. Era un sexto piso. También quería sentarse en el pretil de las ventanas, pero a nosotros nos daba pavor verle. Sobre todo a Papá, con el vértigo que tiene. Así que desde que Eire llegó a casa, en Jerez las persianas estuvieron a medio echar mientras las ventanas estaban abiertas. Había que evitar el peligro. Eire se adaptó a la vida en el hogar, nosotros nos adaptamos a Eire. No sin broncas.
Pero sobre todas las cosas, a Eire le gustaba salir al balcón. Tomaba el sol, miraba a los pájaros y si se dejaban intentaba atraparlos, y se pasaba al balcón de Loli. Con lo limpia que es Loli y lo sucio que está siempre nuestro balcón. Eire siempre le dejaba sus huellas, y como se despistara, se colaba en su casa. Más de una vez vino Loli a devolvernos a nuestro gato, lo que mataba de la vergüenza a Mamá. Eire conquistaba todos los terrenos.
Se fue haciendo mayor y con eso, más tranquilo. Dormía casi todo el tiempo. Engordó, se convirtió en una quasi pantera porque era muy largo también. Literalmente, se convirtió en un gran gato. Cuando caminaba por encima del sofá me recordaba a Baghira, del Libro de la Selva, uno de los nombres que barajé para él, pero que al final descarté por largo y difícil de decir. Le empezaron a salir canas en el bigote, y después de la primera operación, se le llenó de canas el lomo, en la zona de la cicatriz. Me hubiera gustado volver a verlo una vez más. Sentir su compañía, sus roces cuando me veía triste como diciéndome que él me quería, que ya no me sintiera mal. Acompañarlo en sus últimos días. Pero las cosas nunca suceden como uno espera. Eire fue un gato muy querido, muy deseado por mí, muy mal cuidado por mí. Pero a cambio tuvo la mejor mamá del mundo, la mía, que lo trató como un hijo. Era uno más de la familia. Y con él se ha ido una parte de nosotros que ya no volverá.
Eire nació en Ubrique. Era un gato montuno, pero de gustos refinados. Le encantaban los boquerones, pero nunca crudos. La carne sí, pero sólo de la mejor calidad. Prefería la carnicería de Jerez a la de Sevilla. Tenía buen paladar.
Murió de cáncer. Muy joven, apenas cumplía los ocho años. Pero no sufrió. Al menos nos queda ese consuelo en la tristeza que nos deja su muerte. La casa se siente sola sin su cascabel, sin sus carreras por los pasillos, sin su lamento desgarrado que le abría las puertas de las habitaciones. Tenía una relación muy especial con cada uno de nosotros. Nos conocía y, a veces, casi parecía que se anticipaba a nuestro comportamiento. Adoraba a mamá, la que mejor le cuidaba, la que le daba los exquisitos manjares fuera de hora, la que le acompañaba en el sueño y en la casa. Jugaba y se medía con el Enano, su competidor natural en los cariños de Mamá, el otro macho de la casa. Nos acompañaba a Papá y a mí, cerca, pero cada uno en su lugar. Era uno más de la familia.
Eire llegó a casa un verano, en 1997. Todavía recuerdo cuando Papá entró en casa, en Jerez, con la caja de cartón donde le trajo. Nos advirtió de que era muy arisco, que le había dado un viaje horrible desde Ubrique, seguramente asustado por el cambio de lugar y el coche. Sólo hacía 40 días que había nacido. Luego comprobamos que Eire era así. Bueno, no era arisco, pero no le gustaban las demostraciones de cariño. Le gustaba ser querido en la distancia, estar a su aire, pero siempre cerca nuestra. Nunca estar solo. Cuando llegó cabía en la palma de la mano. Ya le esperábamos desde hacía semanas, así que yo había tenido tiempo ya de elegir su nombre. Nadie en casa me lo discutió, así que el gatito negro silvestre se llamó Eire. Para Loli, la vecina de Jerez, siempre se llamó Aire. Y luego cada uno le decía como le venía en gana: moreno, gato… Él sabía perfectamente cuando le estábamos hablando. Eso sí, su palabra favorita era “toma”.
La primera noche en casa lloró tanto en la cocina que yo decidí llevarlo a mi cuarto. Durmió en un cojín, en el suelo, pero muy pronto aprendió dónde estaba el confort: en las piernas de Mamá, de preferencia, encima de las mantas, en las mías o en las del que estuviera, cuando faltaba Mamá. Las noches frías de invierno buscaba el rebozo de las mantas para calentarse entre ellas o dormir dentro con nosotros. Era muy relajante verle dormir. A veces roncaba o tenía sueños que le hacían entreabrir los ojos o la boca. Era muy chistoso verle. Quién sabe cuáles eran sus pesadillas. Más que probablemente tenían que ver con el coche, porque lo odiaba. Cada vez que viajábamos era todo un ritual: los temblores, los lamentos, las persecuciones por todos los rincones de la casa para poder encontrarlo, los arañazos…
Cuando podíamos con él con una sola mano solía marearse en el coche. Aquello era fuente de discusión familiar todas y cada una de las veces. Eso y sus arañazos en los sillones. Era un gato travieso. Recién llegado a la casa, yo le daba de comer galletas empapadas en leche, y más tarde, trocitos de quesitos El Caserío o de tranchetes. Los quesitos siempre le encantaron. El ruido del papel lo ponía alerta, esperando su premio. Desde que no estoy con él, nunca sé qué hacer con la envoltura. A veces termino lamiéndola yo. Ya me parece un desperdicio tirarla con los restos de queso.
De pequeño ronroneba de gusto cuando Mamá le acariciaba. Sólo con Mamá, yo creo porque ella tenía las uñas largas. A todos en casa nos gusta que Mamá nos haga caricias. Le gustaba sentarse encima suya en el sofá. Siempre le gustó, sólo que con el tiempo dejó de gustarle la caricia y quería estar encima de Mamá, pero sin que le tocara nadie. Le encantaba la gente, pero siempre reclamaba su propio espacio. No sé si todos los gatos sean así, pero fue nuestro primer y único gato, así que todo su comportamiento nos sorprendía y nos parecía especial. Le cantaba a las moscas que se colaban en el salón, a veces se colgaba de las cortinas en la persecución, y casi siempre las cazaba. Era muy buen cazador. También le gustaban las cucarachas, las esperaba, las acechaba, las perseguía por toda la casa hasta que las atrapaba. Jugaba con ellas y le gustaba ofrecerlas como trofeo a Mamá. Pero nunca se las comía. Mamá siempre le gritó por eso. Pero la realidad es que nos mantenía la casa a salvo de esos bichos asquerosos.
Entendía perfectamente cuando le estábamos regañando y a veces contestaba. Quién sabe qué estaba queriendo decir, que no estaba de acuerdo, o que no era para tanto. Tenía razón. La mayoría de las veces no era para tanto. A final de cuentas era un gato, hacía las cosas normales que hacen los gatos, seguramente no entendía por qué nos molestaba tanto que abriera el refrigerador o que se afilase las uñas en el sofá. Para él era lo normal. Aunque no sé qué tan normal sea que un gato vea la televisión. Porque él la veía.
Cuando era chiquitín yo le llevaba en el bolso que Mamá me hizo con la manta tejida por la abuela Ángeles. Le gustaban mucho esas mantas a Eire, seguramente la lana le daba calor y olían a nosotros. También le gustaba dormirse la siesta encima de una pila de ropa limpia, supongo que el olor del suavizante también era muy agradable para él. Al principio usaba ese bolso para llevarle en el tren, iba de polizón, encima mía, y el tren no le ponía tan nervioso como el coche. Hasta que un buen día el revisor me descubrió y tuve que comenzar a pagar por él. Entonces se convirtió en un pasajero más. Por esa época ya pesaba un poco más y no era muy práctico llevarle en el bolso, así que cambiamos a la caja de plástico que tanto detestaba. La veía y salía corriendo.
Como todos los gatos, Eire era increíblemente curioso. Eso le hizo que se quemara una pata por andar paseando por la vitrocerámica (nunca más lo hizo, aprendió la lección) y se quemó los bigotes por arrimarse al horno. Se veía chistoso. Le atrajo el olor a pizza y al arrimarse, se quedó sin los bigotes de un lado. Parecía que siempre estaba de perfil con los bigotes sólo de un lado.
Y es que le encantaba la pizza. No podía evitarlo. Cada vez que la comíamos, él se nos unía en la mesa, esperando algún arranque de generosidad por nuestra parte. Nos golpeaba con sus patitas delanteras, sobre todo a Mamá, porque era la única que no le empujaba para que la dejara en paz, intentaba agarrar un pedazo silenciosamente si te despistabas, se ponía a tu lado husmeando para que la compartieras con él. Le encantaba comer y compartía los gustos con nosotros. Al Enano le robó una salchicha una vez de un bocadillo, en una cena. Miraba la tele despistado y Eire fue muy rápido. Después de que la hubiera mordisqueado, y el Enano se diera cuenta, ya no tuvo más remedio que regalársela. Después de todo, se la había ganado no sé qué tan limpiamente. Se metió con el más celoso de la comida en la familia, creo que fue la última vez que el Enano se despistó comiendo. Por si las moscas vigilaba que Eire no se acercara a su plato.
La relación con la calle era de amor – odio. En Sevilla le gustaba estar en las ventanas, mirando a los pájaros, que siempre volaban demasiado lejos como para dejarse atrapar. Y nos cuidaba de los gatos callejeros. Eso de vivir en un primero nos traía gatos muy cerca diariamente. Tuve dos sustos. Me dio miedo porque Eire nunca se había peleado con otros gatos, y tenía las uñas cortas. Mis padres me obligaron a cortarlas cansados de tener los sofás hechos trizas. Así que de cuando en cuando, sujeto por Papá para que se estuviera quieto porque no quería perder sus armas, le cortaba las uñas de manos y pies y resbalaba por los pasillos hasta que le volvían a crecer. La primera vez fue en mi cuarto. En el pretil de mi ventana, entre las rejas y la persiana. Cuando el otro gato saltó, Eire hizo amago de seguirle y yo grité presa del miedo. Le agarré por el rabo y así le detuve, a pesar de sus mordiscos. Desde ese día decidí dormir con la persiana completamente bajada, para evitar situaciones desagradables. Cuando El Enano heredó el cuarto, creo que optó por no dejar entrar a Eire en las noches.
El segundo susto fue en el baño. El gato callejero, negro como Eire, entró por la ventana y cayó a la bañera. Ahí lucharon los dos hasta que entré y gritando y moviendo los brazos como pude logré espantar al otro gato, y Eire que de nuevo quiso salir detrás de él. Se despertó toda la familia, y desde esa noche intentábamos tomar algunas precauciones antes de irnos a dormir. Era nuestro guardián, celoso de su territorio y de su gente. En los días siguió saliendo a las ventanas, no sé qué tanto por respirar aire puro y disfrutar de la vida de la calle o para proteger su hogar.
Uno de esos días, estando el Enano y yo solos en la casa, le perdimos de vista. Quién sabe cómo salió, debió caerse por una ventana. Nunca lo sabremos. El caso es que desapareció. Llegó la noche, nos fuimos a dormir y ninguno de los dos le extrañamos. Ambos pensamos que estaba con el otro. Pero en la mañana era raro que no saliera buscando comida, que no nos despertara. Era viernes. Y me tuvo todo el fin de semana buscándolo por las calles. Colgué carteles, visité a la veterinaria, le llamaba paseando por los alrededores. Lloré como nunca. Suspendí mis planes de viajar a Madrid a un festival con Emilia, lo que más me gustaba del mundo, la música. Necesitaba saber que Eire iba a regresar y que iba a estar bien. Y regresó. El lunes en la mañana. Mamá lo encontró escondido bajo el hueco de la escalera, tembloroso, sin voz de tanto gritar. Hambriento. Desde entonces tuvo pavor al ruido de las motos, de los carritos. Era mucho más cuidadoso cuando se asomaba a las ventanas. Quién sabe qué aventuras vivió en esos días que estuvo solo. Pero nunca más se fue. Nunca más se atrevió a conocer mundo, a buscar gatas por los tejados, a tener su propia vida fuera de casa. Se sentía a gusto en casa, se sentía a gusto con nosotros.
En Jerez era distinto. Era un sexto piso. También quería sentarse en el pretil de las ventanas, pero a nosotros nos daba pavor verle. Sobre todo a Papá, con el vértigo que tiene. Así que desde que Eire llegó a casa, en Jerez las persianas estuvieron a medio echar mientras las ventanas estaban abiertas. Había que evitar el peligro. Eire se adaptó a la vida en el hogar, nosotros nos adaptamos a Eire. No sin broncas.
Pero sobre todas las cosas, a Eire le gustaba salir al balcón. Tomaba el sol, miraba a los pájaros y si se dejaban intentaba atraparlos, y se pasaba al balcón de Loli. Con lo limpia que es Loli y lo sucio que está siempre nuestro balcón. Eire siempre le dejaba sus huellas, y como se despistara, se colaba en su casa. Más de una vez vino Loli a devolvernos a nuestro gato, lo que mataba de la vergüenza a Mamá. Eire conquistaba todos los terrenos.
Se fue haciendo mayor y con eso, más tranquilo. Dormía casi todo el tiempo. Engordó, se convirtió en una quasi pantera porque era muy largo también. Literalmente, se convirtió en un gran gato. Cuando caminaba por encima del sofá me recordaba a Baghira, del Libro de la Selva, uno de los nombres que barajé para él, pero que al final descarté por largo y difícil de decir. Le empezaron a salir canas en el bigote, y después de la primera operación, se le llenó de canas el lomo, en la zona de la cicatriz. Me hubiera gustado volver a verlo una vez más. Sentir su compañía, sus roces cuando me veía triste como diciéndome que él me quería, que ya no me sintiera mal. Acompañarlo en sus últimos días. Pero las cosas nunca suceden como uno espera. Eire fue un gato muy querido, muy deseado por mí, muy mal cuidado por mí. Pero a cambio tuvo la mejor mamá del mundo, la mía, que lo trató como un hijo. Era uno más de la familia. Y con él se ha ido una parte de nosotros que ya no volverá.
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