Descubriendo México

jueves, enero 12, 2006

La aventura de volar

Hace unos meses estuve en España. Aprovechando la visita, provocada por la boda de Jaime, busqué unas entrevistas. Sólo pude hacer la del dueño y presidente de Air Madrid, una compañía aérea nueva, española, que prometía bajar los precios casi hasta la mitad de España a América Latina sin perjuicio del servicio.

Este último verano, Air Madrid comenzó a volar a México, al aeropuerto de Toluca más concretamente que, por ser un aeropuerto secundario, cercano a la Ciudad de México, resultaba más barato a la compañía. El ahorro permitía, incluso, el traslado en autobuses hasta el aeropuerto de la Ciudad de México, ubicado en una zona bastante céntrica de la ciudad.
El Enano vino a verme en agosto casi inaugurando la línea. Para venir, más o menos bien, más o menos puntual, las quejas normales de un vuelo de 12 horas y de un hombre que mide casi dos metros. Para volver, le tuvieron seis horas en Bahamas, según le dijeron, para repostar combustible. Tardaron seis horas en llenar el tanque. Me pregunto si necesitaron un mapa para encontrar el depósito. Pero lo peor no fue eso. Lo peor es que ni mi hermano ni los doscientos y pico compañeros de vuelo pudieron salir del avión en ese tiempo. Es decir 12 + 6 horas con la misma postura y sin que les dieran nada de comer. Porque esa era otra de las premisas de la compañía, no ofrecían comidas en vuelos de 12 horas.

Claro que cuando llegué a entrevistar al señor dueño del milagro de los vuelos baratos a México me dio toda clase de explicaciones ante esta y otras quejas y, entre otras cosas, me indicó que la culpa la tiene Iberia, que está cabreada porque le están robando clientes y que, a través de AENA, que es la compañía que gestiona los aeropuertos españoles (según este señor, con más que buenas relaciones con Iberia), le estaban intentando boicotear. Que, de hecho, iban a comenzar a ofrecer comidas para callar a las malas lenguas.

Pues después de esto, yo acabo de sufrir en propias carnes los males de esta compañía. Y todo lo que puedo contar es poco.

19/12/05
Estoy en Madrid. Son las 4:38 hora española, las 21:38h en mi reloj biológico chilango. Estoy desayunando. O cenando, ya ni sé, pero me moría de hambre. Llegamos hace dos horas y sólo hace ocho minutos que atendieron mi reclamación para poder seguir volando hasta Jerez. Y todavía tengo que regresar a las 7h al mostrador de Air Madrid para ver en qué vuelo me meten, después de que mi avión a Jerez salió sin mí hace ocho horas. Primera y última con Air Madrid. Pinche país tercermundista el que me vio nacer. Después de recoger mi maleta, me indicaron que tenía que reclamar en el mostrador de la compañía. No tuve que dar muchas vueltas, era obvio. Tenía una nube de gente de diferentes lugares de España y América Latina pegando gritos alrededor: Chile, Brasil, Argentina, México y los españolitos, los más chillones. Los chilenos, que todavía no salía el vuelo después de 10 horas esperando. Los argentinos, que iban para Tenerife y se quedaron en el camino. Uno de ellos, encabronadísimo, porque el microbús que les iba a llevar al hotel donde esperarían, no llegaba nunca. Dos españolitos tenían muchas ganas de bronca. Regresaban de vacaciones en Argentina, con la cara quemada por el sol del verano sureño. Uno, madrileño, el otro, granadino, los dos con las horribles camisetas que nunca se van a poner en su ciudad que se les ocurre comprar a los españoles cuando se convierten en turistas (así es el mundo: los nórdicos combinan flores con cuadros o calcetines con sandalias; nosotros preferimos las camisetas en colores gritones de pésima calidad y los sombreritos de paja). Sus reclamaciones se volvieron violentas, querían un jefe para, como mínimo, escupirle en la cara. Y yo me acordaba de mi entrevista unos meses atrás. Y pensaba: “ya estoy en casa, el país donde las cosas se arreglan gritando e insultando. Lo a gusto que se queda uno”. Y al otro lado del mostrador, dos pobres señoritas de ojeras enormes comiéndose todo el marrón por la compañía, quién sabe cuántas horas ya fuera de su horario de trabajo sin que nadie les fuera a pagar las horas extras. Las primeras jodidas, aguantando los insultos de los segundos jodidos.

Y por supuesto, desde atrás llegó la que traía el reglamento del aeropuerto en la mano. Que si estaban violentando nuestros derechos, que si iba a llamar a la policía nacional para poner una denuncia, que si México es más civilizado que España (esto ofendió mucho a los mexicanos que estaban detrás mía, e incluso hubo una argentina que contestó un improperio por lo bajini).

Sólo faltaba la Virgen del Rocío y la borrachera monumental para sentirme de romería: niños llorando, manoseos en la multitud, gritos… Y yo que lo único que quería era llegar a mi pueblo, un pueblo que ni siquiera es el mío.

Pero esa fue la llegada a Madrid. Antes, hubo doce horas de vuelo que terminaron de eliminar el poco o mucho de instinto maternal que alguna vez haya tenido. Yo creo que cuando eres madre, te quedas sorda: con la placenta y el niño pares también tu sensibilidad y tus nervios. No pararon. En doce horas. Y eso que a uno le puse la zancadilla y casi pierde los dientes de la ostia que se pegó en el pasillo.

El audio no funcionaba. Mi luz tampoco. Tuve que conformarme con leer con la luz del baño, a modo frigorífico, cuando estaba abierto, porque estaba detrás mía. El baño. Qué agradable viaje, con los olores indescriptibles de mis compañeros de vuelo. Qué agradable adquirir tanta intimidad con ellos, que ni siquiera tuve con los novios que he tenido hasta ahora. Casi podía recitar los menús de los últimos tres días de cada uno de ellos.

Eso sí, de algo me sirvió tan agradable viaje. Me zampé casi de una vez un libro muy interesante de 500 páginas, del que apenas llevaba 50 leídas (El Testigo, de Juan Villoro, la recomendación del día). Ni pensar en dormir. Me moría de frío con un trapo de fieltro (demasiado presuntuoso llamarlo manta) que, mi compañero de vuelo, el mexicano tranquilo (durmió todo el vuelo, cómo, nunca lo sabré, yo creo que fumadísimo, si no, de qué), rompió al abrirla sin poder llegarla a usar. Ni manera de conciliar el sueño, a pesar de que el día anterior, a las 5.30h, todavía hora mexicana, y después de una semana agotadora precedida de una de las peores gripes que he sufrido en mi vida, estaba dando vueltas como un trompo, arrastrando una maleta que pesaba 20 kilos, alrededor del Ángel de la Independencia, a ver dónde carajo estaba el maldito autobús de Air Madrid que me llevara a Toluca. Mamá, ni te imaginas las ganas que tenía de verte la cara…


03/01/06
El regreso pinta mejor. Mi vuelo es a las cinco de la tarde, hora española, así que antes de volver a vivir el síndrome Tom Hanks perdida en la terminal por horas decidí hablarles por teléfono en la mañana y asegurarme de que la salida va a ser hoy y no en la fecha que a Air Madrid le de la gana. Me sorprendió, al otro lado de la línea, la sorpresa de la señorita que me atendía, como si los vuelos de Air Madrid fueran puntuales. Casi me echo a reír de lo ridícula que me pareció. Pero mantuve la compostura. Eso sí, me advirtió la señorita, era recomendable estar en el aeropuerto tres horas antes para evitar demoras.
Y de nuevo comienzan las sorpresas. Llego al aeropuerto y en los mostradores de Air Madrid no atiende personal de la compañía, sino de Iberia, quien, ante mis insistentes quejas, me recomienda que para la próxima, elija Iberia. Me calla de golpe. Tiene razón, sólo que no encontré boletos para las fechas en que pretendía viajar. Y pasan las tres horas y todo va bien. Nos embarcan. Pero de repente, las cosas se tuercen. No podía ser posible tanta puntualidad. Todavía no tengo ni idea de por qué, pero desde que embarcamos hasta que despegamos transcurre algo así como una hora y media. Ya estaba cansada sin haber salido.

De nuevo, el audio no funcionaba, y como si fuésemos en un autobús de quinta regional, cuando estaba en el mejor de mis sueños decidieron que, para contrarrestar, era conveniente poner la película, por supuesto doblada al mexicano, a través de los altavoces del avión para que todos pudiésemos entretenernos con ella. Casi tuve pesadillas con Jennifer López y su imposible boda.

Por fin, llegó la hora de la comida. ¿Dije por fin? Bastante que dan de comer, cómo se me ocurrió que fueran a tener doble opción de menú. Me quedé sin comer por no querer un guiso de quién sabe qué parte del cerdo. Bueno, esperaré la segunda. ¿Acaso se me ocurrió pensar que iba a haber una segunda comida en un vuelo de doce horas? Un mini sándwich de salchichón como única posibilidad me devolvió a México ligeramente más delgada de mi salida de Madrid. La culpa es mía, por hacerme vegetariana, a quién se le ocurre.

Y aunque pensaba que estaba atrapada como Bill Murray en el Día de la Marmota, el vuelo terminó y aterrizamos en Toluca. Una carpa de plástico nos recibió. No cabíamos todos dentro, y el señor encargado de organizar las filas, en lugar de ordenarnos nos desordenó, de tal forma que los de adelante protestaron y casi se lían a porrazos con los de atrás y con el buen señor que no entendió nada de organización de viajeros desesperados. La fila no avanzaba. No podía hacerlo, había una sola persona de migración revisando documentos y dos personas en aduanas revisando equipajes. La cinta por la que salen las maletas en el aeropuerto de Toluca sólo tiene capacidad para cinco maletas, así que los buenos señores operarios se encargaban de irlas colocando en la única sala del aeropuerto, con no más de 30 m2, siguiendo su propio orden. El sistema era el siguiente: desde una barrera establecida para la ocasión había que identificar la maleta de uno y pasar a buscarla, y luego pasar el trámite de aduana. Imposible. Las protestas subieron de tono y tuvieron que dejarnos pasar. Aquello parecía Sarajevo, y eso que sólo conocí aquella guerra por televisión. Por fin, salí del aeropuerto, y al buscar el autobús me indicaron que tenía la opción de irme en uno con dirección a Insurgentes Norte, mucho más cercano a mi casa. Una hora y media más de espera hasta que todos los viajeros hubieron abandonado el aeropuerto. Aún quedaba una pesadilla más: el amable señor conductor del autobús no sabía dónde estaba la cochera en la que debía dejarnos. Harto de dar vueltas por la zona, se bajó, paró un taxi y el taxi nos guió. Y todavía le dio para negociar el precio. Cuando llegué a casa, casi besé el suelo cual Papa emocionado. Iberia, conmigo te vas a forrar a partir de ahora.

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